La misión de educar desde el corazón: un camino compartido

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Redacción provincial

Educar no es tarea fácil. Vivimos en un mundo que mide el éxito con calificaciones, logros y estadísticas. Sin embargo, el carisma marista nos invita a mirar más allá de los números y a reconocer que lo más importante en la educación es el corazón.

San Marcelino Champagnat lo comprendió desde el inicio: sus primeros Hermanos eran jóvenes con poca preparación académica, pero con una gran disponibilidad para amar y servir. Él no buscaba profesores brillantes en teoría, sino hombres capaces de estar presentes, acompañar y dar testimonio de vida. Esa sigue siendo nuestra misión hoy: formar buenos cristianos y virtuosos ciudadanos, no solo alumnos con buenas notas.

El carisma marista nos recuerda que la educación no se limita a transmitir conocimientos. Educar es tocar la vida de los jóvenes en su totalidad: cuerpo, mente y espíritu. Es estar atentos a sus inquietudes, acompañar sus búsquedas, ofrecer confianza cuando se sienten inseguros y mostrarles un horizonte de sentido. Un educador marista sabe que cada clase puede ser un espacio de encuentro, que cada recreo puede convertirse en un lugar de escucha, que cada corrección puede ser también un gesto de cariño.

Uno de los rasgos más bellos de la tradición marista es la pedagogía de la presencia. No es una técnica, ni un método frío, sino un estilo de vida: estar cerca, caminar con los jóvenes, hacerse compañero en sus alegrías y en sus luchas. En una sociedad donde abundan la soledad y la indiferencia, la presencia atenta de un educador es un signo de esperanza. Una palabra de aliento, una corrección justa y serena, una escucha paciente, pueden transformar más que cualquier lección magistral.

Hoy la misión marista es compartida. Hermanos y laicos, profesores y familias, caminamos juntos para ofrecer a los jóvenes una educación integral. Nadie puede hacerlo solo: la fraternidad y la colaboración son la clave. Educar desde el corazón nos compromete a trabajar como comunidad, a apoyarnos unos a otros, a mantener viva la pasión por formar personas que amen y transformen la sociedad desde el Evangelio.

En una cultura que premia la competitividad y el rendimiento, la invitación a educar desde el corazón puede sonar ingenua. Sin embargo, es más urgente que nunca. Los jóvenes de hoy buscan autenticidad, cercanía, alguien que los escuche sin juzgarlos. La misión marista nos llama a ser esa presencia que anima y acompaña, a mostrar con hechos que lo esencial es invisible a los ojos, como nos recuerda el Evangelio.

Educar desde el corazón no es un eslogan bonito; es un modo de vida. Es la convicción de que cada alumno es hijo de Dios, confiado a nuestros cuidados. Es confiar en que, aunque no siempre veamos frutos inmediatos, las semillas sembradas con amor darán vida. Pidamos a María, la Buena Madre, que acompañe a cada educador marista. Que nos enseñe a mirar con ternura, a corregir con paciencia, a animar con alegría. Y que, al estilo de Marcelino, sepamos educar no solo con la mente, sino sobre todo con el corazón.

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