La Virtud de la Esperanza
La esperanza es una virtud profundamente arraigada en la esencia de cada ser humano, un regalo divino que resuena en el corazón de todos nosotros y corresponde al anhelo de felicidad eterna, cuyo rostro es el de Jesús Resucitado.
Como se menciona en Tito 3:6-7, “El Espíritu Santo que Dios derrama sobre nosotros con abundancia a través de Jesucristo, nuestro Salvador, nos justifica por su gracia y nos establece como herederos de la vida eterna a través de la esperanza.” Esta promesa, en un mundo lleno de incertidumbre, actúa como un faro que nos guía y nos brinda la certeza de que hay un propósito y un destino más allá de lo que nuestros ojos pueden ver.
El Papa Francisco nos recuerda que la esperanza es contagiosa, se transmite de corazón a corazón a través de nuestras palabras, gestos, acciones y nuestra simple presencia. De esta manera, compartimos la “buena noticia” y convertimos la esperanza en una fuerza activa.
Como maristas de Champagnat, nuestra misión es ser “signos de esperanza” en un mundo que a menudo parece abrumado por desafíos y adversidades. No necesitamos ser superhéroes, simplemente ser fieles a la llamada de Dios que reside en nuestros corazones. Esta llamada significa que nuestras vidas deben ser un testimonio vivo de la fe que profesamos, y cada uno de nosotros tiene un papel fundamental en la creación de un mundo mejor, una transformación que comienza desde nuestro interior.
Ser marista implica ser solidarios, cuidar a de los demás y ofrecer una mano amiga a quienes más lo necesitan. Nuestra fe nos impulsa a actuar con amor y servicio, convirtiéndonos en agentes de cambio en la sociedad. No se trata solamente de lo que creemos, sino de cómo vivimos nuestras creencias en la práctica.
La esperanza es una fuente inagotable de energía vital que nos impulsa como viajeros a buscar un futuro más prometedor y al mismo tiempo, nos motiva a no conformarnos ni aceptar las injusticias del presente, sino a luchar activamente por hacer de nuestro tiempo presente un lugar más humano.
“La relación que San Marcelino tenía con Dios, junto con la conciencia de sus limitaciones, explica su ilimitada confianza en Él. Con humildad, veía que Dios actuaba, y por eso obraba con valentía y compromiso” (Agua de la Roca, 17)